El linfocito B identifica los patógenos cuando los anticuerpos de su superficie se unen a antígenos foráneos específicos.
Este complejo antígeno/anticuerpo pasa al interior del linfocito B donde es procesado por proteolisis y descompuesto en péptidos.
El linfocito B muestra entonces estos antígenos peptídicos en su superficie unidos a moléculas del CMH de clase II.
Esta combinación de CMH/antígeno atrae a un linfocito T colaborador que tenga receptores complementarios de ese complejo CMH/antígeno.
La célula T libera entonces linfoquinas (el tipo de citoquinas producido por los linfocitos) y activa así al linfocito B.
Cuando el linfocito B ha sido activado comienza a dividirse y su descendencia segrega millones de copias del anticuerpo que reconoce a ese antígeno.
Estos anticuerpos circulan en el plasma sanguíneo y en la linfa, se ligan a los patógenos que portan esos antígenos, dejándolos marcados para su destrucción por la activación del complemento o al ser ingeridos por los fagocitos.
Los anticuerpos también pueden neutralizar ciertas amenazas directamente, ligándose a toxinas bacterianas o interfiriendo con los receptores que virus y bacterias emplean para infectar las células.
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